—¡Carajo, Tío! ¿Por qué a él, mi favorito? ¡La puta madre! ¿Por qué te llevaste a mi hijo?

La montaña gime con los lamentos, surgidos desde sus mismas entrañas. Ante la figura demoníaca, Guillermo llora y se retuerce. Su cuerpo se ha convertido en un saco de polvo, lágrimas y huesos.

El Tío, el protector de la mina, exhibe su horripilante sonrisa, como si la tragedia le alegrara el alma. Escupe humo del cigarrillo que alguien ha ubicado entre los labios de madera y ríe. A sus pies yacen las ofrendas que los mineros le hacen a diario: hojas de coca, cigarros y botellas vacías de alcohol puro. Ocasionalmente, se buscan damas para ofrecerlas, en acto banal, ante sus despiadados ojos.

El crujido de la carretilla aturde a Guillermo. Sabe que esta vez no lleva plata, zinc, cobre ni platino. El deslizar de las ruedas sobre los rieles retumba como campanadas a muerte. Apenas tiene fuerzas para levantarse y seguir el vehículo.

—¡Maldita sea!

Fuera de la mina el sol le quema los ojos. Ante él, algunos compañeros toman con tristeza, siempre ofreciendo el primer trago a la Pacha Mama. A su izquierda, una sábana blanca cubre la última carretilla que salió de la mina. Guillermo se acerca al vehículo, pero alguien le detiene en el camino.

—Déjalo, viejo.

—Julio…

Julio era el hijo menor de Guillermo. Tenía dieciséis años. A les trece se dejó seducir por la plata, anunció dejar los estudios y dedicarse a la minería. Fue entonces cuando Guillermo le llevó cada día a la mina, a trabajar. “¿Esto es lo que quieres para toda tu vida, carajo?”, le inquirió tras un mes de trabajo. Al año siguiente, el muchacho aprobó todas sus materias: había decidido ser guía turístico. No obstante, Julio trabajaba en la mina durante las vacaciones; las clases de inglés eran demasiado costosas para la economía familiar.

Ese día parecía que la suerte les sonreía: habían encontrado plata. Dos pisos por debajo de la entrada, el mineral se dejaba ver entre la piedra; solo era necesario seguir la vena, de norte a sur, de arriba a abajo. Padre e hijo estaban emocionados. Guillermo fue a buscar dinamita y mano de obra. Julio se quedó explorando la zona. Quién sabe si fue la excitación o la falta de experiencia, pero el chico no se percató del gas que invadía el espacio y le debilitaba los músculos. Cuando Guillermo regresó, ya era tarde.

—¡Tú lo dejaste morir! Sabías que había gas, carajo, y allí lo dejaste. Nunca aceptaste que aspirara a una vida mejor que la tuya.

Álex, su tercer hijo, le recrimina lo ocurrido: los ojos enrojecidos, los puños amenazantes.

—¡Qué carajo pasa por tu cabeza! Como iba a dejarlo morir, ¿estás loco?

Algunos hombres separan padre e hijo, tranquilizándoles por separado. Guillermo se queda sentado a un lado de la carretilla, cubriéndose la cabeza con los brazos en un frenético movimiento hacia adelante y hacia atrás.

—¡Es mi culpa! ¡Todo esto es mi culpa, carajo! Si no hubiese estado enfermo, si no hubiese dejado de tomar, si no hubiese dejado de fumar, todo esto no habría pasado…

—Cálmate, viejo. Ha sido un accidente, un accidente de mierda.

—¡No! ¡Él me castigó!

—Había gas, viejo. Tu hijo ni cuenta se dio, ¿qué habrá pasado por su cabeza, carajo? ¡Todos sabemos de los peligros del gas!

—¡Maldita sea! ¿No te das cuenta? Él ha tomado venganza, carajo. Por mi enfermedad, hace más de un mes que nada le he ofrecido. Y Él mismo se ha cobrado lo que no le di. —Las lágrimas inundan el rostro de Guillermo—. Pero, ¿por qué a él? ¿Por qué no me elegiste a mí, carajo?

La pregunta, hecha grito, se pierde en el aire. Dentro de la mina, a pocos metros de la entrada, se termina el cigarrillo que alguien ubicó entre los dientes del Tío. Hoy viste adornado con serpentinas, dada la proximidad de Carnaval. Y sonríe: la desgracia y el exceso le alegran el rostro.

Cerro de Plata, Potosí, Bolivia


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