Armado con cruz y Biblia, Salvador Lumbre se sumergió en las profundidades de la selva en misión evangelizadora. Eran los años 30. La humedad y la obesidad le hacían respirar con dificultad, pero nada amedrentaba a Salvador; era el redentor amazónico.
Cuando llegó a la primera comunidad, los locales le recibieron con el rostro encendido, pintado de rojo. Treinta nativos armados con arco y flecha le corretearon entre lianas y serpientes. Tal fue su carrera —y espanto— que perdió veinte quilos de golpe. Sin embargo, el incidente no quebrantó su fe en Dios y en la misión que este le había encomendado. Lo llevaba impreso en el nombre: Salvador.
Tras recuperar el aliento, decidió cambiar de ruta y se dirigió hacia el sur. La segunda comunidad le recibió con bailes extravagantes, cantares en un idioma salvaje y una gran olla en la hoguera. Mientras elegía versículo en la Biblia para iniciar el ciclo evangelizador, los nativos le quitaron la sotana y lo dejaron en taparrabos. Una hoja grande como la palma de la mano le cubría las vergüenzas, dejándole el trasero al aire. Avergonzado e indignado por tener que recitar la Palabra del Señor en tal situación, el padre Lumbre huyó. Los caminos de Dios son inescrutables, pensó, y burlescas las pruebas del diablo.
Antes de proseguir la misión, Salvador buscó una hoja que le cubriese, también, las partes traseras. Entonces retomó la ruta hacia el este y caminó tres lunas sin descanso. Crecieron su barba y cabello, la piel se le oscureció de mugre y sol, y la barriga se le volteó, resaltando ahora sus costillas. Afortunadamente, la selva le proporcionaba hojas de todos los colores y medidas: cada día, Salvador Lumbre estrenaba taparrabos y tapa-trasero. Dios no le había abandonado.
Cuando iniciaba a florecer el árbol del pacay, el padre Lumbre llegó a la tercera comunidad. Quizás porque se desmayó de hambre solo llegar, quizás porque Dios se había apiadado de aquellos salvajes; los nativos lo recibieron, lo alimentaron y le ofrecieron casa y mujer. El hogar, lo recibió con agrado. A la nativa la rechazó con delicadeza. La castidad era su ofrenda diaria a Dios.
En la cuarta floración del pacay, los nativos tumbaron un par de árboles de moena, juntaron hojas de palma y construyeron una iglesia para el padre Lumbre. A partir de entonces, cada atardecer Salvador explicaba la Biblia a los amazónicos. Los nativos seguían sin entender la Palabra de Dios, pero esta actuaba en sus corazones salvajes. Excepto las noches de luna llena, que se convertían en cánticos a dioses paganos, bailes a seres fantásticos y tragos masato hasta el amanecer. Tras dichas fiestas, el padre Lumbre confesaba pecados. Aunque no era experto en idioma nativo, el redentor recibía con agrado a las mujeres que se acercaban a su iglesia. Sus esposos iban al monte a cazar y ellas se acercaban a la iglesia trayendo papaya, mango y chupadora. Él las exculpaba y las rociaba con agua bendita.
Un día nació en la comunidad un niño gringo. Los nativos quedaron sorprendidos al ver el bebé: tenía la piel blanca como la leche, los ojos verdes como los del gato y el cabello dorado como los rayos de sol. Todos observaron a los padres con admiración.
—¿Cómo han hecho este niño? —preguntaron a la pareja. La mujer bajó la mirada hacia el suelo y el marido se encogió de hombros.
—Pregunten al padre Lumbre —replicó—. Tanto ha ido mi esposa a la iglesia del Dios blanco que nos ha bendecido con un niño gringo.
En comitiva, los nativos se acercaron a la iglesia de Salvador. Cuando llegaron, el religioso les bendijo y les invitó a escuchar la Palabra de Dios. Tras largo rato de oración y sermón, el jefe de la comunidad tomó la palabra:
—Padre, ha nacido un niño gringo en la comunidad. ¿Será obra del Dios blanco?
El párroco observó a la multitud boquiabierto. Con la mano derecha se santiguó tres veces, mientras que, con la otra, espantó una avispa que le zumbaba en la oreja.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó con los brazos abiertos y la mirada hacia el cielo. Tragó saliva—: Hermanos, lo que ha pasado es sencillo. El padre del bebé habrá comido, sin querer, una de esas abejas pequeñas y amarillas que parecen gringas.
—¿Cuál, la píinti o la píoquíri? —preguntaron.
—La píinti —contestó el Padre Lumbre sin vacilar y, levantando el índice, añadió—: Escúchenme, hermanos. Si por distracción o confusión se come la abeja píinti antes de hacer hijos, el niño o niña que Dios les enviará tendrá la piel blanca como la leche, los ojos verdes como el gato y el cabello dorado como los rayos de sol.
—¡Ah! —Convencida con la explicación, la multitud se dispersó.
Meses más tarde, el número de abejas píinti disminuyó de forma proporcional al aumento de niños en la comunidad. Los neonatos tenían la piel morena como el cacao, los ojos oscuros como el café y el cabello negro como la noche sin estrellas.
Los nativos, decepcionados, no sabían qué habían hecho mal. ¿Se habrían equivocado de abeja? ¿Tenían que haber hecho el hijo mientras la masticaban? ¿O quizás deberían haberlo hecho en la iglesia, mientras rezaban al Dios blanco? En búsqueda de respuestas, corrieron hacia la capilla del padre Lumbre. Sin embargo, cuando llegaron a la iglesia no encontraron quien les recibiera en la casa del Señor.
Salvador Lumbre, el redentor amazónico, había desaparecido para siempre.
Pangoa, Perú
Dibujo de Marta Maccaglia
Molt bó. Pobres abelles. Molt ben escrit. Senzill i clar. Felicitats. Segueix així.
Gracies papa! Fa riure, oi? El millor, q està basat en fets reals! Muaaak!!